Por Tessa Galeana
Ser mujer no es la cosa más bella, no somos una bendición ni tampoco las princesas de un cuento; desde el vientre recibimos la herencia de nuestras ancestras, toda esa conexión que nos lleva a descubrir que en nuestros genes está el dolor, el sufrimiento, la culpa, el miedo, la obligatoriedad, la sentencia de ser mujeres. Al nacer, recae en nosotras el peso de los constructos de lo que significa la femineidad, como si se tratase de ser un molde con estereotipos que fueron declarados como obligatorios para nosotras.
Pese a que a las mujeres se nos ha hecho creer que somos viscerales, en realidad, nos limitan en las emociones, nos nublan ante cualquier expresión, nos dicen que para ser exitosas no debemos quejarnos, que si lloramos, lo hagamos en silencio y sin que nadie nos vea, porque eso reafirma nuestra debilidad. Nos quisieron hacer creer que no podíamos tener fuerza física, por eso nuestra alimentación debe ser en menores proporciones, moderada, pues el cuerpo de la mujer es delicado. Además, nos hacen jugar solo con muñecas, con juegos de té, usar vestidos bonitos, zapatos que estilicen la figura, todo aquello que represente el compromiso de replicar el mismo sistema que nos educa para que siendo adultas formemos a nuestras hijas, sobrinas, hermanas, primas y muchas veces, también a nuestras amigas.
El sistema patriarcal se veía beneficiado con nuestros servicios, le gustó tener mano de obra gratuita, comprometida y sin queja, como si se tratase de máquinas perfectamente diseñadas para cumplir con estatutos específicos que solo beneficiaban a los hombres. No es que ya no lo sigamos siendo, pero la realidad, es que las mujeres al paso de la historia, han ido abriendo la cloaca, porque cuestionarnos estas opresiones, desde el origen, ha sido tan necesario para poder encontrar un lugar en este mundo y sabemos que no es el que siempre nos han dicho que debe ser.
A nuestras abuelas y madres se les obligó a creer que su único lugar era el hogar, la cocina, la crianza de hijas e hijos, se les hizo creer que así era el modelo de familia, siendo sometidas, siendo acalladas, viviendo a la sombra de un hombre, sin quejas y creyendo que no tenían nada que aportar. Cuando una mujer decide no perseguir las prácticas que a nuestras abuelas y madres se les obligó a llevar cabo, entonces, somos acreedoras de la violencia visible, no a escondidas, ni a ciegas, se nos juzga, critica y además, llega la burla, porque hablar de aquello que no nos representa más, significa locura, demencia.
Las mujeres estamos rotas porque desde que nacemos nos objetivizan, sexualizan, cosifican, usan nuestro cuerpo, nos violentan, nos maltratan, nos hacen sentir que no valemos nada, cargamos con pesadas cadenas que a nuestras madres y abuelas les cargaron y que nos heredaron. Nos heredan las depresiones, las ansiedades, los agobios, la culpa, el miedo, como si nosotras fuéramos las únicas responsables del mal que nos aqueja.
Tenemos traumas que son difíciles de superar, pero que callamos porque se nos dice que no es nada, que es normal y que así está bien. Muy dentro sabemos que no está bien, que no merecemos vivir así, sabemos que sentimos, que pensamos, que está bien no querer ser aquello que nos han querido obligar a ser.
Madres enfermas, abuelas abandonadas, sintiendo que no valen nada, queriendo realizarse a través de las hijas e hijos y al final, no queda nada más que permanecer solas, física y emocionalmente, ahogar llantos, fingir ser fuertes, inquebrantables, pero que gritan dentro, muy dentro y que ningún hombre puede entenderlo, porque ellos tienen privilegios que nosotras no tenemos.
En la medida que entendamos todo esto, sabremos que de nosotras depende eliminar constructos, entender nuestro andar y fomentar alianzas entre mujeres para visibilizar nuestras opresiones, tirar las cadenas que nos heredaron y seguir luchando por reivindicar la memoria de quienes nos anteceden, al tiempo que abrimos camino a quienes nos preceden, porque el feminismo es de nosotras, para nosotras y entre nosotras.