Hace algunos meses escuché un panel de Women’s Declaration International, a cargo de la gran teóloga feminista Sheila Jeffreys junto con mi admirada y querida amiga Laura Lecuona, cómo hablaban acerca de un enigmático libro escrito por Dee Graham llamado “Loving to survive: Sexual terror, men’s violence and women’s lives”. Enigmático porque, como contaron en ese espacio, no existe una sola foto de la autora y tampoco hay mayor información sobre su obra o su vida en general.
Escucharlas discutir este libro, que está escrito por tres mujeres maestras en estudios de psicología de Cincinnati, me sembró la urgente necesidad de leerlo y también plantearme nuevas preguntas en mi análisis feminista. Sólo está disponible a la venta en formato electrónico, en inglés y portugués, por lo que pude encontrar. Este trabajo, que más que teórico tiene bases rígidas en evidencia científica sobre el comportamiento y la psicología humana, clarifica bastante el por qué las mujeres aman a los hombres que las han agredido y el por qué a través de un camino lleno de violencia, sistemática y estructuralmente incisiva, siempre se vuelve a intentar (ignorando los vínculos traumáticos) al construir sobre nosotras una esperanza eterna de algún día encontrar al “hombre bueno”.
“All the things I did so I could call you mine…”
Como una mujer que ha tenido toda su vida relaciones sexo-afectivas con hombres, donde una gran mayoría de ellas (si no es que todas) han estado infestadas de -en mayor o menor medida- episodios violentos, por su normalización tiene relativamente poco que gracias al feminismo pude empezar a ver y nombrar lo ocurrido, repasar cada aspecto de mi vida (mayormente debido a mi trastorno de ansiedad generalizada) me mete en recuerdos muy dolorosos donde puedo verme a mi misma consintiendo mi sometimiento de manera voluntaria.
¿Por qué me siento tan utilizada, desvalorizada, humillada, molesta, sola y vacía si todo esto lo he decidido y aceptado? ¿Él me está haciendo daño o yo soy mi peor enemiga?
Recuerdo mi necesidad de agradar a los chicos cuando era adolescente, la desesperación cuando esa relación en la que había depositado todo de mi se estaba yendo al carajo, el miedo de quedarme sola en una etapa muy difícil de mi vida, la sensación de no ser suficiente y tener que “facilitarle” a un hombre el que pudiera amarme, la amenaza de que pudiera darse cuenta que existen mujeres que son mejores que yo que pudieran estar con él… por enumerar un poco de lo mucho que me llevó a una serie de “acuerdos” implícitos en que el “sí” salía de mi boca sin chistar.
Un “sí” que respondía al deseo del hombre en turno, del agresor en turno, haciéndome creer que era algo que ambos queríamos. Lo que yo quería era que a través de cumplir sus deseos pudiera valorarme, respetarme, necesitarme y quererme. En los peores casos, satisfacer sus deseos era mera supervivencia, evitar episodios de rechazo, descarte, palabras hirientes, conflictos, jaloneos y sobretodo humillaciones públicas donde era difícil ocultar que yo no tenía el control de nada.
Lo personal es político
La experiencia universal compartida entre las mujeres bajo el patriarcado es lo que hace de mi testimonio uno muy similar al de muchas otras. Hace unos días vi cómo se viralizaba en TikTok el fragmento de “Favorite Crime” por Olivia Rodrigo que dice “las cosas que hice sólo para poder llamarte mío” y me caló hasta los huesos ver a tantas chicas hablando de todo lo que consintieron esperando a cambio el amor de su agresor.
Entonces, ¿podemos, desde una perspectiva, feminista decir que el consentimiento es lo más importante al momento de relacionarnos con un hombre? ¿podemos decir con seguridad que el consentimiento a los deseos ajenos no están viciados ante este evidente desequilibrio de poder y la forma en que se nos ha socializado a cuidar, amar y priorizar a los hombres antes que a cualquier otra mujer y a nosotras mismas?
“Pero nadie la obligó”
Para profundizar todavía más este tema es necesario, si no es que obligatorio, hablar de prácticas como la explotación sexual y reproductiva a través de la prostitución, la pornografía o los vientres en alquiler. Cuando abordamos estos temas desde las redes de “Las brujas del mar” nunca falta el comentario que alude a que nadie las obliga a consentir su propio sometimiento. Esta afirmación me recuerda a “el pobre es pobre porque quiere”, que simplifica un problema sistemático bastante grave desde una mirada individualista y aunque odio esa palabra, bastante privilegiada.
“El día en que una mujer no pueda amar con toda su debilidad sino con su fuerza, no escapar de sí misma sino encontrarse, no humillarse sino afirmarse, ese día el amor será para ella como para el hombre fuente de vida y no una trampa mortal.”
Simone de Beauvoir
Si no es el amor -parafraseando a Beauvoir- una fuente de peligro mortal, ¿por qué en comunidades pequeñas es usual que mujeres jóvenes sean captadas por tratantes prometiéndoles una vida en pareja, juntos en las grandes ciudades, donde en realidad tienen planeado comercializar sus voluntades y sus cuerpos? ¿Por qué tantas mujeres acceden a acompañar a sus parejas a los centros donde se ignoran los grilletes que tienen cautivas a miles de mujeres en el país, muchas de ellas con fichas de desaparición, siendo violadas repetidamente con el fin de enriquecer a otros hombres? ¿Por qué pasar de largo el empobrecimiento de las mujeres que coarta su consentimiento al elegir la prostitución como medio de supervivencia?
Amando sobrevivir
Dee Graham lo plantea de manera impecable, las mujeres adoptamos el punto de vista de los hombres en respuesta a la amenaza que supone no hacerlo, a esto lo nombra como “la teoría del síndrome de Estocolmo social”, que al igual que ese fenómeno, responde a un vínculo positivo hacia el captor como respuesta al trauma del cautiverio, entendiendo que el captor son los hombres y el cautiverio es en el sistema que han creado.
Aunque suena muy fuerte, si lo desarrollamos, tiene mucho sentido. Según Graham existen cuatro puntos a considerar para el desarrollo de este síndrome:
- Amenaza percibida a la supervivencia y la creencia de que un disperso estará dispuesto a quitar esa amenaza
- La percepción del cautivo de pequeños actos de bondad por parte de sus captores en un contexto de terror
- Aislamiento de perspectivas ajenas a las del captor
- Percibir imposibilidad de escapar
Esto podría ser simplificado en escenarios comunes, por ejemplo, cuando necesitamos que un hombre nos acompañe a transitar las calles de noche para sentirnos más seguras. Cuando la inseguridad surge de que otros hombres, como él, puedan hacernos daño. Cuando es probable que el hombre al que le hacemos esta solicitud de darnos un sentido de seguridad, un pensamiento históricamente impuesto en nosotras, también nos ha hecho daño. ¿Y qué pasa si existe la amenaza de perder eso que nos da un sentido de seguridad?
Entonces competimos por ese sentido de seguridad, nos aliamos con el sistema patriarcal, priorizamos al hombre que pudiera ser agresor de otras o de nosotras mismas en un sentido implícito de supervivencia y adaptación a un entorno hostil. Un sistema de opresión funciona así, existe una codependencia entre la clase oprimida y la opresora que sirve para sostener la estructura jerárquica que pone a unos por encima de las otras.
El deseo y el objeto del deseo
Las mujeres hemos pasado de suprimir la sexualidad femenina porque es pecado, a emular el modelo capitalista y patriarcal de la explotación y el consumo de cuerpos, la constante es la disociación de la mente de las mujeres y de sus deseos con el cuerpo que se habita. ¿Cómo sabemos lo que realmente deseamos cuando nuestra sexualidad ha sido colonizada por los hombres desde siempre? ¿Cómo reconectarnos para responder a nuestros deseos cuando estos surgen de una sociedad pornificada?
Andrea Dworkin escribe varios capítulos con respecto a la socialización de la sexualidad femenina en “Right-Wing Women: The politics of domesticated females” en donde incluye una observación sobre la liberación sexual de las mujeres en los 70’s y cómo no sólo no nos liberó, sino que sirvió a los hombres y no a nosotras, donde solo pasamos de un polo a otro en la dicotomía patriarcal que divide a las mujeres entre madres/esposas y prostitutas, la propiedad privada y la pública.

Los hombres desean muchas cosas: Una mujer para divertirse, una mujer que les dé sexo oral, anal, tríos, una mujer que no se queje, una mujer que sea relajada, que no ponga límites, que pueda ver hacia el otro lado cuando sea necesario, una mujer para casarse, una mujer que sea la madre de sus hijos, una mujer que gane un buen sueldo pero no mejor que el de ellos, una mujer delgada, una mujer con pechos grandes, una mujer que sea una dama en la calle y una puta en la cama, una mujer “con cero kilometraje” o tal vez experimentada, que le guste el BDSM, una mujer inteligente pero no demasiado, una mujer sin pasado, una mujer que se ría de sus gracias, una mujer a la medida de sus deseos. ¿Y nosotras? Bueno, se nos enseña que podemos ser todas estas cosas que ellos desean. Y aguas, que esto es porque así lo queremos.
Regresar a nosotras
La única manera posible de empezar a descubrir nuestros deseos es regresando a nosotras y reconectando el ser con el cuerpo, quitando la mirada masculina de nuestros ojos para poder formar una propia visión del mundo. Entendiendo de dónde surge lo que entendemos por deseo y por qué lo entendemos de esa manera. Es súper difícil, porque todo lo que hemos supuesto desear es parte de una serie de meticulosas imposiciones que componen lo que se entiende como el patriarcado del consentimiento, de donde se desprende el necesario análisis del mito de la libre elección.
El patriarcado del consentimiento es cruel porque hace creer a las mujeres que su sometimiento es la libre elección que al parecer todas, en algún momento, tomamos.
El consentimiento, entre otras cosas, debe darse en igualdad de condiciones y entre partes iguales, donde no exista un beneficio para solo una de las partes ni exista coacción en la decisión de la otra. Sin asimetría de poder y en completa libertad. Sin embargo, su misma definición expone que existe una parte activa y otra pasiva, quien desea y quien consiente, por eso me resulta problemático que bajo un sistema patriarcal donde las mujeres -todas- estamos en desventaja pueda hablarse con tanta ligereza de la importancia del consentimiento sin plantear antes la raíz de nuestro deseo y marcar rutas para construir una autonomía del mismo.
Y no digo que las mujeres no tengamos agencia, digo que ha estado colonizada por el hombre y ese es el por qué de que el consentimiento nos juegue en contra y el por qué no existe como tal la libre elección bajo el sistema patriarcal. Aún sin tener muy clara la raíz de muchos de mis deseos y empezando un viaje para descubrirlos, estoy bastante segura de uno: Deseo que las mujeres respondamos a nuestros deseos, esos que sí vienen de nosotras.