Andrea Nápoles
Me hubiera encantado escribir como Woolf, acercarme a la prosa de J. Austen en mis párrafos, o poseer ese don descriptivo de las más feroces y admiradas. Pero me reconozco en el terreno que piso, en el que he nacido y así he de escribir, como una mujer mexicana, aunque con muy poca “mexicanidad” para quienes conservan los estatutos de ser mujer en México.
Contar un poco de mi historia es más complicado de lo que creí, es recorrer mis cicatrices, es tocar llagas y volver a lavar mis heridas mientras dejo fluir mis palabras…y mis lágrimas. Así que tomo este espacio en blanco para abrirme a aquellas que escriben y escuchan con el corazón.
Nací en cuna de mujeres, en un hogar que se vio obligado a disfrazarse de matriarcado a causa la violencia de hombres carentes, inconscientes, hombres incompletos por el mismo sistema que los privilegia. No hay manera de juzgarlas, a ellas, quienes tuvieron que salir adelante con todo lo que implica una crianza, una formación, sin embargo, no puedo negar mi cuestionamiento diario, mi impotencia, no soy la hija, la hermana, la nieta abnegada que se sacrifica por otros, que se desvive por todos y primero pone a su familia, así que se me ha tachado de todo, desde anarquista, chola, malandra, hippie de mierda, hasta prostituta, porque yo “era lo más puro y sagrado” para mi madre (según sus palabras), hasta que se dio cuenta de que tenía una hija con voz propia, pensamiento propio y cuerpo propio. Y se me repite constantemente que debería tener un hijo, “alguien por quién vivir” porque en México no debe haber mujeres que vivan para y por ellas mismas ¿Cierto? Tienes que sacrificarte y ganarte el orgullo de decir que todo lo que hiciste y lograste fue por y para alguien más, que por eso eres una mujer chingona, lo cierto es, que durante años aprendí que, si yo no pienso en mí, ninguna de ellas lo haría.
El exilio ha sido mi bendición, alejarme de mi manada y vagar por meses hasta encontrar un espacio para mí, me ayudó a fortalecer mi espíritu, a sentir mi cuerpo y reconocerlo, a expandir mi perspectiva, tomar consciencia y llorarme encima, y comenzar a sanar. Porque decidí que ya no quería ser parte de su dinámica y sus ciclos de violencia, que no podía seguir jugando un rol que perpetua la deshonra y desacreditación de las mujeres en mi linaje. No fue orgullo, fue dignidad, me escogí, así como mi salud mental y emocional. Dolió escuchar a mi madre desearme mal porque sólo así tendría que volver quebrantada a su techo donde soy ingenua, influenciable y débil, porque sólo bajo su manipulación y palabra, soy lo suficientemente sabia.
La sangro todos los días, esa es la verdad, a mi madre y todo lo que representa en mi vida, o lo que creo que representa, me percibo a mí misma carente muchas veces, insuficiente; busco mis referentes, busco consciencia, busco comprender por qué las situaciones se han presentado en mi vida de esta o aquella manera y busco, principalmente, aprender de ello. Aunque sepa las razones, no puedo fingirme plena sin esa necesidad de una figura materna, sin una aliada, una mentora, a veces me sobrepasa y miro a mi alrededor, veo cuánto he logrado, cuánto he crecido, y todo eso parece desteñirse, nublarse dentro de este dolor, siento abandono, siento soledad.
Me reubico, respiro y con el aire voy a lo más profundo de mi raíz. Lloro mares hasta secarme, me hago cenizas y renazco.
Me encuentro en este proceso donde debo tomar cada uno de mis pedazos que he dejado en el camino, en cada momento, en cada persona, en cada palabra, para restaurarme y verdaderamente apoderarme de mi plenitud y reconocerme como la mujer que soy hasta el día de hoy. Mientras, creo que puedo volver a caer, para así volver a levantarme con las voces de mis ancestras, que claman y me piden que no las abandone, que no me rinda.
Seguiré regalando mi canto a la luna, hasta encontrar el suyo como respuesta, como cobija eterna.